sábado, 15 de septiembre de 2012

Adiós a un titán

Me entero por la radio del fallecimiento de Emilio Cañil, fundador de Discoplay, posiblemente la empresa que más hizo por difundir la música durante el posfranquismo. Murió hace diez días pero no he visto obituarios en la prensa de papel. No debería sorprendernos: en vida, tampoco tuvo reconocimientos.

Supongo que son los inconvenientes de trabajar de mercader de melodías, como le denominó Ceesepe en un dibujo. ¿Le hubiéramos despedido mejor de haberse consagrado durante cuatro décadas a comercializar cine o literatura? En realidad, aparte de discos, Discoplay vendió libros, películas, carteles y mil objetos más. Cierto que, en España, sólo hay un personaje más sospechoso que el empresario triunfador: el empresario que fracasa. Y Cañil fracasó gloriosamente. Con la implantación de las grandes superficies, intentó transformar su imperio de venta por correspondencia en una red de tiendas; incluso pretendió reciclar un cine madrileño en desangelada megatienda. Protagonizó aventuras tan quijotescas como abrir una sucursal en Moscú. Sentimentalmente zurdo, Cañil realizó alucinantes trueques con la Rusia de Yeltsin: Discoplay terminó ofreciendo violines y otros instrumentos salidos de factorías ex soviéticas.

Largo camino desde sus inicios en El Rastro. En la prehistoria de la movida está la tienda en Los Sótanos de la Gran Vía. Veníamos de una etapa de escasez -de música, de información, de contactos- y aquél era un punto de encuentro que presidía un Emilio jovial. Un recuerdo personal: él me presentó a Jesús Ordovás, ya entonces una leyenda en el underground hispano por sus temporadas en San Francisco y Ámsterdam. 
La gran creación de Cañil fue su boletín. El BID era maná para masas de melómanos que no tenían acceso a una tienda de discos (o que preferían los precios de Discoplay). El mero hecho de figurar en aquel catálogo creaba una demanda para músicas marginales: a pesar de su fealdad funcional, ejercía de medio prescriptor. Llegó a tener tiradas superiores al millón de ejemplares; su poder era extraordinario.

Otros se hubieran conformado con consolidar su negocio. Emilio se metió en mil fregados como divulgador cultural. Vendió entradas de conciertos, cuando ningún gran almacén o entidad bancaria aceptaba asociarse con el rock o los cantautores. Coeditó una extraordinaria colección de discos procedentes del archivo de Folkways e incluso publicó textos del ajedrecista Gari Kaspárov o una biografía de Brian Epstein. Apoyó a las independientes del pop y cualquier aventura atípica. Su respaldo hizo posible Linterna Música, el sello que se atrevió a grabar a Carles Santos, Orquesta de las Nubes, Clónicos y otras propuestas aún hoy inclasificables. Emilio era capaz de emocionarse con unas grabaciones de campanas de monasterios ortodoxos... y lanzarlas.

No se hacía ilusiones sobre el paladar estético de los consumidores españoles. Todo lo contrario: "en Discoplay sabemos cuántos guardias civiles siguen a AC/DC, cuántos seminaristas compran Alice Cooper y cuántos gallegos consumen sevillanas. Todo correcto pero incluso nosotros no podemos cuantificar la enormidad de horteras que hay en España".

Sobre su carisma, no caben dudas. Cuando la primera de sucesivas crisis le asfixió, supo agrupar a los acreedores alrededor suyo. Se tiende a relatar su declive como un enfrentamiento con las multinacionales, pero tenía allí verdaderos admiradores. La mayoría de sus empleados le fue fiel hasta el final, aunque le dolió la escisión que desembocó en la cadena Tipo, orientada hacia el rock. Algunos de los que trabajaron a su lado insisten en que Discoplay pudo ser la Amazon española; él nunca aceptó esa equiparación. Reconocen que no le gustaba delegar, que no aceptaba consejos, que carecía de paciencia para la contabilidad y los impuestos, que tenía temperamento de jugador.

Quizás perteneciera a esa estirpe que conocemos bien: los empresarios visionarios, capaces de materializar las ideas más audaces pero que se aburren con el día a día de la gestión. Muchos misterios en la trayectoria de Emilio Cañil: quién sabe cuál fue su particular Rosebud.


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